sábado, junio 11, 2011

La casa de Larraín


La casa de Larraín

La casa de Larraín no es la casa de Larraín, es la casa de Dintrans que está ubicada en la avenida Larraín, tal como la casa de la tía Aminta no es la casa de Eliodoro Yáñez, ni la casa del tío Enrique tampoco es la casa de Campos.


 La casa de Larraín sigue siendo la casa de mi padre, a pesar de su inesperada muerte ocurrida hace más de 30 años. Él hizo construir esa entrañable casa como si sus propias manos hubieran ajustado la noble madera de sus muros y pilares.

Cada tabla era una lección  para nosotros, si salía defectuosa o se quebraba, no era una fatalidad, de igual manera servía. No hay mejor escuela que la escuela de la pobreza decía, agregando que el carácter nunca se termina de adquirir totalmente, que siempre existía la chance de crecer, de adaptarse a las dificultades, que no era de ningún modo lo mismo que someterse a los caprichos del destino.

Todos tuvimos algo de su tiempo, todos fuimos testigos de cómo cultivaba la paciencia nuestro querido padre, siempre redondeando para mejor, siempre las mejores expectativas, siempre supliendo con ingenio lo que la cruda realidad negaba.

Allí quedó la casa, con sólo algunos detalles por sacar, la increíble casa de Larraín, la que debe ser revivida de vez en cuando. Ahora me ha tocado a mí esa noble misión.

No resulta fácil repasar sus muros, ni pulir las tablas del piso para barnizarlas como la cubierta de una guitarra, no es fácil encontrarse a cada rato con las huellas del pasado que han quedado registradas en el sentido caprichoso de un clavo o en el giro errático del tornillo de una bisagra.

A cada rato hay intervención del más allá, es como si jugara a las escondidas este señor que duerme su clásica siesta de 20 minutos entre las caratulas de cualquier libro – los hay por miles en esa vieja casa-, y que por la noche simula ser un gato que camina de puntillas sobre el frágil techo de pizarreño.

Cuando alguien advierte su presencia, entonces el aullido de los perros, el machacante sonido de la lluvia, o el lento crujir de las tablas dormidas, disimulan su huída estratégica.

A mí no me hace leso, yo soy el que tiene el lápiz en la mano sobre la hoja de papel, yo lo he perseguido por el intrincado laberinto que comienza al final del  pasillo que se conecta en algún momento con el campanario de la iglesia vecina, y lo he visto escaparse entre la muchedumbre que marcha al compás del replicar de sus campanas.

Yo no creo en fantasmas, y por ningún motivo aceptaría visitas del otro mundo, estoy determinado a constatar su presunta existencia si es que aún algo de él hay en esta angosta faja de tierra, a tomarlo por el brazo y mostrarlo a mis hermanas.

Una vez lo divisé con un sombrero de paja mirando de reojo desde la feria campestre de la pintura costumbrista que cuelga en el muro del comedor. Por míseros minutos se me escapó por el camino que da al bosquecillo de otro notable pintor, iba alegre silbando a los perros que entonces arañaron la mampara por salir a su encuentro.

Ayer por la tarde la brisa rozaba las alargadas copas de los álamos, sus gruesos lentes, sus ojos profundos y plácidos seguían el movimiento de la arboleda.

La tarde que caía a los pies de su silla favorita iluminaba de crepúsculos su camisa blanca arremangada, sus oídos prestos escuchaban el murmullo de las hojas que seguía con devoción hasta que dejaba de brillar la última de ellas.

Los rayos anaranjados palpitaban en mi pecho, palpitaban en las pupilas de mis diez hermanos, en las sonrisas bondadosas de las gentes cabalmente humildes que circulan diariamente por el paisaje de la memoria.

                           Fin

                                                                      
  6 de noviembre de 2003

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