viernes, abril 10, 2009

Crónica de un hecho entrañable

Gonzalo:

Tu hermana, la Marianela Campos, volaba sobre la quebrada de Cochiguaz, descendía como ninguna otra novia ha experimentado jamás el camino hacia el altar de la histórica iglesia de Montegrande, que a la primera vista de su portada, se revela que fue construida hace muchos años, y que trabajaron para ello con la esencia de ese lugar lleno de vida que brota en medio de la aridez de cerros magníficos.

Tantos años calculo que han pasado por la plaza que la contiene, tantos miles de días que esa iglesia se ha vestido de flores para recibir a innumerables novias, que me ha sido completamente natural entrar en su acogedor espacio.

Ese templo habló, ese sábado habló te lo aseguro.

El canto que viajaba desde lejanas tierras, era el canto que brotaba desde las quebradas. Desde los pedernales magnéticos que el tiempo ha cortado como hábil joyero, abundantes cactus alineados como un coro de almas desérticas, han comenzado temprano afinando sus voces, enseñando al viajero lo incomprensible del paisaje en sus espinosas partituras.

Ella iba escoltada de palomas cordilleranas, pintadas del inconfundible color de esa tierra arcillosa.

Mientras bajaba por el serpentín del camino, la música del viento suave, que se colaba por los orificios de quenas y sampoñas, leía en los surcos de los cerros áridos el sonido entrañable de ese misterioso lugar, leía las palabras que recogía La Mistral adolescente.

Iba feliz al encuentro de la felicidad, de la sinceridad, de la purísima verdad que habla con su inconfundible sonido.

Entonces se escuchó la primera nota. El templo se estremeció en profunda calidez, y aquellas voces, familiares voces, no eran las voces que tu bien conoces, ni siquiera eran las voces del cristal ni de la madera ancestral de aquel lugar que nos reunía, era el rumor de las voces de la tierra, de los cerros desnudos, del agua que estallaba entre las piedras, de las semillas que se encaramaban buscando el lugar propicio para existir siquiera por un día. Era la voz del paisaje.

Era el sol, Dios de los diaguitas de finos rostros, de suaves y morenas pieles y lisos cabellos. Eran también las sombras que formaba con las aristas de esos cerros pedregosos que cantaban abriendo nuestros pechos con el filo de sus cuarzos.

Llegaban al lugar como los pétalos de las flores del cactus, de sus impensados colores cayendo como plumas desde un vuelo migratorio de aves sabias.

Entraban por sus amplias puertas de madera anciana, entraban por la luz del postigo principal.

Así colaban sus hilos de luz en esas finas voces infantiles, cada rayo era un sonido del xilófono. Cada nota, un pedazo del lugar.

Cada décima, un golpe de cincel sobre esas piedras que quedaron marcadas.

El templo quedó cantando largamente después que el último invitado se retiró. El valle se nutrió de esa música y la hizo propia.

Asistir a ese fenómeno natural, a la unión formal de dos jóvenes que se quieren arraigando su amor en ese indescriptible paisaje, es un hecho que debía traducirse en esta breve crónica.

Espero haber copiado fielmente las imágenes de lo que ocurrió tan lejos de Iowa donde te encuentras. Es un regalo.

Tío René

Noviembre de 2008

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